sábado, 4 de enero de 2014
La ciudad es un reflejo del vómito de la sociedad occidental.
La ciudad es un bálsamo pegajoso que atrapa a las personas, nos envuelve en un aura trémula de grises contaminantes y de oscuras sombras de luz contaminante. Todos andan cabizbajos, omitiendo la podredumbre que los rodea. Algún que otro rezagado se digna a levantar la vista para ver, ve ciudad, pero nada más y la única intención por la cual alza el vuelo de sus ojos es para analizar a los demás, sacando incluso conclusiones precipitadas de las vidas ajenas, pensando, que él piensa distinto, que todos son iguales, cuando él, es otro engranaje más del monstruoso gigante, la ciudad.
Somos los espectadores de una época postapocalíptica personal y social. El ser humano ha aceptado el derrumbamiento del capitalismo y lo ha interiorizado, convirtiéndose, inconscientemente, en una crisis intrapersonal. Se acepta la muerte como una amante promiscua, que afecta a los demás sin afectarnos a nosotros mismos. Las ilusiones se camuflan de acera, olvidando el verdadero significado de las cosas. La rutina se vuelve una enemiga y buscamos evadirnos de ella, pero la rutina de no tener rutina es la más autodestructiva. Hemos olvidado lo que nos enseñaron nuestros ancestros contemporáneos, hemos desaprendido a apreciar la belleza; todo tiene belleza, pero no todo el mundo sabe apreciarla.
Hay una fina línea entre la vida y la muerte, pero nosotros, valoramos más la muerte que la vida, y así nos va. Al igual que con todo, lo valoramos todo más cuando ha acabado, cuando ha muerto, y el único consuelo que nos queda es regocijarnos del recuerdo. La muerte nos enseña a vivir, aunque debería la vida misma enseñarnos eso, y a pesar de todo, nuestra condición intrínseca a la vida lo niegue rotundamente.
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